Fajina de hombres muertos

Un crimen siempre último cada vez…

Me quedé esperando por sí existía el silencio. La peste ha dejado un olor a podredumbre, a miseria, a muerte. Ellos se han tomado uno a uno sus puestos. Yo no soy ni muerto, ni mujer, ni hombre. Soy una gama, un espectro. Ni siquiera soy un personaje, justamente porque no soy nada.

Voy a empezar nuevamente. A mí me llevó Lina. Cuando ellas llegaron, se sentaron, en silencio, en las últimas sillas del ala derecha. En el centro estaba aglomerada la gente y, al fondo, la imagen de un Cristo asexuado, más feliz que triste de estar clavado. Olía a ciprés e incienso. Las caras lánguidas y frías, los labios morados y los ojos hundidos le daban al cuerpo un aspecto diabólico. Yo fingía llorar con quejidos lúgubres que exhalaba, parsimonioso, haciendo tétrico y senil el ambiente de la noche. Las mujeres, una a una, pasaban sus manos sobre el cristal, emocionadas y ansiosas por tocar el cuerpo nauseabundo que guardaba la urna. Algunas, incluso, buscaron tocar el pene en el cuerpo putrefacto.
Las dos se miraron de reojo.  Encabezaron el desfile. Se detuvieron a la entrada. Un ángel blanco con la hoz vigilaba desde arriba. Cuando la puerta se abrió todos entraron siguiendo al cortejo. Laura recordó la expresión de Sebastián antes de morir. Soltó la mano de Karen y corrió en dirección opuesta. Se detuvo al borde del lago, se arañó la cara, rompió sus vestidos entre gritos y se zambulló.
Yo llegué temprano a casa. Lina me trajo por encargo. Ellas llegaron bien entrada la noche. Caminaron un rato bajo la sombra de los árboles y la luz de los faroles. Laura estaba mojada al comienzo y luego se secó con la temperatura del cuerpo. Pasaron por el teatro del parque y tuvieron ganas de entrar hasta que leyeron De-función – solo para hombres muertos – 8:00pm y luego entraron a un bar. Eso dijeron.
La conversación se prolongó hasta las cinco de la madrugada. Se sentía la brisa de la mañana, el amanecer se filtraba por el escaparate de la ventana y la tenue luz de la lámpara poco a poco desaparecía.
Todo empezó cuando el Padre Ángel se subió al techo de la iglesia huyendo de sus devotas y allí permaneció hasta que, en acto de rebeldía, se cortó su miembro y lo tiró a las mujeres que reunidas en el atrio esperaban por él como una jauría de lobas en celo. Lo enterraron al otro día en una bóveda utilizada.
Un día después los hombres se subieron a los techos y a los árboles. Habían aborrecido a las mujeres y se acostaban sólo con otros hombres mientras ellas suplicaban su sexo. Se turnaban para vigilarlos. Todos, vencidos por el hambre, fueron cayendo como duraznos podridos. Cada hombre que caía aumentaba el caos de la ciudad. Los periódicos sin editoriales publicaban obscenidades. Las avenidas estaban llenas de carros destruidos. En la casa presidencial, alguien cambió el escudo por una pantalla de videos con mujeres que mostraban su sexo como un molusco gigante, con vida propia. Las monjas mostraban sus tetas como manzanitas recién caídas. Así sucedía en las esquinas, a mitad de cada calle, en las casas y hasta en los hospitales y manicomios de caridad.
Sebastián en complicidad con Karen se escondió en esta casa. Era un buen escondite hasta que Laura habló. Entonces llegaron ellas. Entraron rompiendo puertas y ventanas.
Él estaba dormido cuando sintió el tropel de las mujeres bajando por las escaleras. Se aferró a su propia ropa y empezó a temblar en un rincón. Cuando lo mataron, le cortaron el pene y una a una lo fue metiendo en su sexo húmedo, cálido, hambriento, y, luego, lo chuparon como si fuera un helado. Sebastián era el último hombre fiel a su gusto por las mujeres, el único que veía a su esposa con morbo y hacía cara de sexo.
Después, Laura recordó el teatro a cuya función no entraron. Karen se miró al espejo, simuló impaciencia y abofeteó a Laura. Yo me excité y empecé a pensar. Me salían notas hermosas, todas las teclas, una a una, y entonces...
—Es verdad que cantan. Los escucho. Ellos cantan…
—Ya te he dicho que no cantan. Son Santos, entiende por todos los diablos…
—No son Santos. Ellos están cantando. Escucho sus voces. Se levantan y caminan. Se toman de las manos, avanzan lentos y firmes como…
—Que son Santos. ¡Maricadas! Al diablo con tus voces.
—Ellos vienen. Veo sus rostros, escucho sus voces. Se acercan. Se están riendo. Se ríen de lo que pensamos, son hombres y caminan lentos. Se ríen a carcajadas y avanzan y avanzan y…
Karen no le creía. Laura retrocedió hasta el rincón donde estaba el tocador. Nos asustamos. Ella fue a coger a Laura. Las dos se empezaron a elevar por el aire y el pelo se les movía rarísimo. Luego se suspendieron como crucifijos, con los brazos extendidos. Karen empezó a gritar. Yo me excitaba más. Laura seguía hablando de las voces.  Ellas parecían poseídas y yo seguía y seguía y me salían notas rarísimas de cada tecla y luego… No quise ver lo que pasó después.
Cuando usted prendió la luz me di cuenta. Yo sólo sentía las gotas de sangre que me caían. No sé lo que pasó. No sé nada. Ellos lo hicieron Martínez. No sé si ya se fueron o si a usted si la quieren, no lo sé Martínez. No me culpe a mí. Yo no hice nada.
Empiezo a sentir voces y veo rostros pero no se asuste, ellos no le harán nada. No hasta que yo les ordene.

Ellos tienen el control. La música les ordena cuándo y dónde atacar. El olor infecto penetra las paredes. Las notas del piano se difuminan con la lluvia de la noche y con el crujir de los árboles mecidos por el viento. Un perro temblando en la calle mira por la ventana al interior de la casa como reconociendo la escena. Afuera los faros uno a uno empiezan a apagarse y el piano se vuelve insoportable cuando deja de llover. Cada uno habla un idioma diferente. De lo que fueron solo quedan testigos que no contaran, vestigios y ecos: nada. Él tampoco hablará.



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